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Claire Préaux


        Para comprender la filosofía helenística parece imprescindible conocer ciertos aspectos de la historia que generó las conquistas de Alejandro Magno. La la idiosincrasia grecorromana y el mundo cristiano provienen del helenismo. Y muchos de los matices de nuestro mundo de hoy se configuran en ese momento.

   Este libro nos ayuda a situarnos en esa momento.



Rostovtzeff

 


  Para comprender la filosofía helenística parece imprescindible conocer ciertos aspectos de la historia que generó las conquistas de Alejandro Magno. La la idiosincrasia grecorromana y el mundo cristiano provienen del helenismo. Y muchos de los matices de nuestro mundo de hoy se configuran en ese momento.

   Este libro nos ayuda a situarnos en esa momento.

 

Luminaria

    Estrabón cuenta, siglo I a.C., que la bahía de Alejandría es doble, es decir en su centro tiene un cabo que se adentra en el mar dividiéndola. Y dice que al frente, para  acceder a unos de los dos puertos que en ella se conforman, hay una isla que salvar donde construido por Sóstrato de Cnido, arquitecto, embajador y amigo de Tolomeo Filadelfo  hay un torreón de piedra blanca de varios pisos.

    Años más tarde, muchos años más tarde, siglo XII, un cartógrafo, geógrafo y viajero almorávide-saharaui, Edrisi, narra que era robusto, que las piedras de su base estaban juntadas con plomo fundido y que lo hacían resistente a los embates marinos. La moderna arquitectura lo describiría  como piramidal de base cuadrada, sobre el que se construye otro edificio de base octogonal rematado a su vez por otro de base circular. Sobrepuestos alcanzarían 135 metros de altura.

   En su base Estrabón encontró que se puede leer una inscripción:`por la salud de los navegantes`.

    El torreón tiene vida, la que generan las gentes que  atienden la llama constante de su cúspide; guía día y noche de esforzados hombres de mar. En él viven sus operarios y son muchas las ventanas que dan luz al interior, por donde bestias acarrean cargas de leña subiendo rampas aledañas a sus paredes hasta el segundo edificio para luego, por estrechas escaleras terminar su ascenso. En lo alto, bajo techo, los trabajadores encienden el bracero, el fuego que en la noche rutila como una estrella y cuyo humo marca la dirección del viento y su lugar por el día.

   La isla sobre la que se levanta la tremenda columna guía de fuego y luz se conoce como `isla de Faros`.

Giovanni Reale


 Platón y su filosofía soberanamente explicada.


 Para introducirnos en la historia de la filosofía, sin demasiadas efervescencias. 

 

 



Contradictoriedad 


─Anatole France: `la verdad es que nunca sale uno de sí mismo`. 

─Plásido: es en nuestro interior donde está la paz y el conocimiento. 

─Brunitiere:`…somos sobre todo por el poder que tenemos de salir de nosotros mismos para buscarnos, encontrarnos y reconocernos en otros` 

─Plásido: sí, es en la diferencia y en la habilidad de sentirnos como iguales que conocemos.

    Me sucede como a Leibniz que con casi todo estaba de acuerdo, solo que yo no he inventado el calculo infinitesimal. 

 



JoséPepe 



    Vestía, percudido por el sol, la sal y el tiempo, pantalón y camisa blanca fajados a la cintura por un cinturón gastado. Sujetaba en la comisura de los labios, una pequeña cachimba que encendía acercando, a la cazoleta, la llama de un encendedor de mecha y halando, jalando por su boquilla el aire. Un hombre de manos callosas, ásperas, gruesas y fuertes que desprendía un entre rancio y limpio perfume varonil mezcla de olor corporal, aroma de tabaco y mar. Sentado a la sombra, en el patio de su casa, JoséPepe traquinaba con los aperos de pesca, con «el tambor», un esqueleto cilíndrico recubierto de malla metálica; y anudaba anzuelos o simplemente descansaba y fumaba; luego se levantaba y cargaba la pandorga, un cazamariposas enorme para peces, que reparada colocaba junto a largas cañas flexibles ligeramente arqueadas por la tensión del sedal trabado en la base. Doña Aurelia, su mujer, en contraste con él, vestía de negro. Delicada, frugal, tocada por una pañoleta que remarcaba su cara, sus arrugas amables. Por frugal era una mujer hacendosa; por hacendosa querida; por querida adorable. 

    La infancia es el mejor regalo que me dio mi madre. Logró llenarla de imágenes indelebles que se han mantenido fuera del tiempo y el espacio en que se dieron. La infancia nos marca el camino a seguir, cueste lo que cueste, malo o bueno cuando tiernos abrimos los ojos y la vida nos impresiona para siempre. La infancia es la patria del escritor y me es tan grata como el agua.

    Me sentaba junto a él para observar sus manos, para oler su atractivo de hombre viejo y de mar. Sus nietos habían emigrado a Venezuela y solo una nieta le quedó, que postrada en una silla, inhabilitada hacía que fuera a mí a quien dedicaba su cariño de hombre experimentado y paciente. Su casa fue ganada a la montaña cuando el padre, desde el pueblo más cercano se llegaba a la costa para sacar algún beneficio de la mar y excavó una cueva junto a otras, que servían de refugio a quienes constituirían el primer núcleo de población de esos parajes soleados. De él aprendió el oficio: a bogar, a rastrear la pesca, a lanzar las pandorgas, a mantener vivos en la tierra húmeda y a colocar en los anzuelos a los gusanos, a capturar a la peligrosa morena que se enrocaba para no dejarse, y que cuando se la sacaba se volvía agresiva y capaz de arrancar un dedo de un mordisco a cualquiera. Luego, cuando fue un joven talludito y decidió casarse, se instaló en ella, en la cueva, con doña Aurelia, que allí tuvo a su única hija, Carmen. JoséPepe repelló sus paredes, archetó los techos, dividió con tabiques y configuró su casa. Fresca, con dos habitaciones, cocina y dormitorio. Un patio central cerrado por un muro con una puerta, segregaba la casa de la calle, donde ella, por un ventanuco asomaba su cara a las visitas. Ellos fueron de los primeros, cuando ya, en las faldas de la montaña, se habían excavado otras cuevas que terminaron conformando una calle, en convertir aquel entorno en un pueblo de pescadores. Y entre otros me queda el religioso recuerdo del cabecero de hierro de su cama sobresaliendo de una pared en el interior de una montaña.

    El triunfo de esos hombres, de JoséPepe, fue la existencia de una playa coqueta, recogida y apartada de la furia de la mar. Los carpinteros de ribera, atraídos por las condiciones inigualables del lugar y establecidos junto a ella, dieron en construir lanchas, barcos de pequeña eslora o no tan pequeña, que bajo techos pajizos pasan días y días mientras eran acabados, calafateados y pintados. JoséPepe adquirió una a la que puso de nombre LaNovelera. En ella se alejaba y decía, de ella, tener ansia de navegar, que era más de agua que de secano, amiga de novedades y novelerías que siempre, en el océano, se daban. La trataba como a una hija, la quería y la cuidaba, como si fuera una extensión más de su cuerpo. De blanco, con un fileteado de color azul sobre la borda y otro rojo en la línea de flotación, de una eslora como de cuatro metros y una manga de algo más de un metro y medio, apenas si hacía agua; avanzaba tanto de proa como de popa, ¡tenía dos proas!, y que JoséPepe impulsaba con unos remos largos sujetos por las chumaceras, unos espárragos que sobresalían de la borda.

    La infancia trufó de recuerdos mi memoria, esa caja de donde extraemos lo que fuimos cuando fuimos y dejamos, inocentes, que nos marcara la vida los rasgos que lucimos hoy y que nos mantienen serenos frente al destino. Cuánto disfrutábamos sin más sentido que el placer de vivir, cuánto sabíamos por ese entonces que no sepamos hoy y que nos amordaza. Ser tímido no era una desgracia, muy al contrario era una gracia que permitía actuar sin pensar que éramos observados, como lo pensamos hoy cuando las miradas ajenas dictan nuestro destino. 


    JoséPepe a la hora del mediodía, lentamente, bajo el cálido sol llegaba a la orilla de la playa a bordo de LaNovelera, bogando, bogando,…, era un sueño; integrado en el paisaje, remando serenamente, deslizándose sobre las plácidas aguas. Entonces dejaba mis juegos de niño que hacía castillos, que ahondaba agujeros quizás intentando hacer uno tan hondo que cupiera toda el agua de la mar y lo esperaba, como a un abuelo que era pescador, para verlo saltar de su buque, ágil y viejo. Solían los parroquianos ayudarse en las labores de arribada y sujetábamos la lancha mientras daba rebuznos con las olas hasta que él, con los pantalones remangados hasta los muslos, saltaba y la sujetaba por la proa. Aprovechando el impulso colocaba bajo la quilla esteos transversales a esta que impedían que se hundiera en la arena y la sacábamos a tierra. Yo me encomendaba el trabajo de recibirlos en la popa cuando los dejaba libres, flotando y llevarlos corriendo a la proa para seguir avanzando. Luego, cerca de la orilla, sostenida sobre burras laterales de vieja madera maltratada por el salitre y el sol, quedaba sobre la quilla erguida, firme. Entonces se abría para mí, mejor, a los sentidos, un mágico espectáculo de color: entre la sentina y las cuadernas una alfombra de pescados verdes, rojos, grises, lilas que brillaban gelatinosos. JoséPepe sacaba del tambucho de proa una balanza, dos platos de cobre que sostenía junto a unas pesas de tamaños varios también de cobre, cilíndricas, que se asían por un pezoncillo, «a mí deme kilo y medio de viejas…,cuánto pesa esa morena…, yo quiero diez caballas pequeñas,…». Una de esas voces era la de mi madre. JoséPepe me dejaba coger los pescados que entre las manos se resbalaban y mientras, terminaba de arranchar. Vendía todo el que podía y el sobrante lo llevaba a doña Aurelia, qué exquisito manjar. A duras penas, le cargaba cubos de agua transparente de la dorada orilla para terminar y dejarla  sin restos de pescados. Yo me entretenía entonces con el mirafondo, hacia como que no veía cómo lo llevaba a la orilla y sumergía su cristal para ver una vida que solo con él se veía. La faena culminaba quedando, LaNovelera, donde la pleamar no la alcanzara.

    En la infancia el color, el olor, el mar marcaron para siempre mi vida. El recuerdo de mi madre envuelta en su pareo, sus ojos ocultos por gafas de sol hacían que aquella playa surgiera ideal; donde la energía quedaba contenida en una forma sin ser forma, solo fuerza, belleza. La casa, la cueva de JoséPepe, sus aperos de pesca, él y la cachimba en sus manos; la fina arena de la playa, ceniza volcánica a veces gris, a veces dorada; aquella chalupa; el color de la pesca, el agua fresca de la mar barriendo los desperdicios, todo aquello que ya se fue, lucían bajo el sol y bajo un sino que solo lo pudieron dar la vejez de aquel pescador y mi niñez. 



Traquinaba: lenguaje coloquial. Trajinaba. 

Esteos: maderos cilíndricos.